Venían cargados de flores de los montes. Caía la tarde. Parecía que el oro se convertía en plata. Los lirios parecían con otra frescura. Y sin darse cuenta había dejado a Platero atrás.
El claro viento del mar sube por la cuesta roja. Platero contento, ágil y dispuesto como si no
llevara a nadie encima subía. Ibamos en cuesta arriba como si fuéramos en cuesta abajo. Platero yergue las orejas y en la otra colina está su amada y se oyen rebuznos entre ambas colinas. Pasa frente a ella con cara triste y Platero trata indócil y a veces mira para atrás entristecido.
¡Que grande me parecía entonces, Platero, esta charca, y que alto este circo de arena roja! Antes de volverme a ver en él mismo, Platero, creí ver este paraje, encanto de mi niñez en un cuadro de Courbert y en otro de Boecklin. Sólo queda una memoria que no resiste la insistencia, como un papel de seda al lado de una llama brillante, en el sol mágico de mi infancia.
Encontré a Platero echado en su cama de paja. Fui a él, lo acaricié hablándole y quise que se levantara. El pobre no podía.
Mandé venir a su médico.
Tras haber analizado a Platero, le dije que si era grave.
Y no sé exactamente lo que contesto: Que si un dolor… una raíz mala… Que el infeliz se iba a…
El caso es que a mediodía el pobre de Platero murió.
Platero, tu nos ves ¿verdad?
¿Verdad qué ves como se ríe en paz, clara y fría el agua del huerto, verdad que ves pasar a los borricos de las lavanderas…? Si tu, me ves. Y yo creo oír, sí, si, yo oigo tu rebuzno lastimero endulzando todo el valle de las viñas.
Adiós Platero.